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A propósito de una nueva paternidad: el ejemplo Tony

 

Florence Thomas*

* Psicólogo. Profesora de Posgrado. Coordinadora Grupo Mujer y Sociedad de la Universidad Nacional de Colombia. Directora de la Revista ''En Otras Palabras''. Columnista del periódico El Tiempo.

 

 

Tony Blair, primer ministro del muy tradicional pueblo inglés, está dando un ejemplo de lo que debería empezar a significar la paternidad en los albores del tercer milenio. Tony Blair, el político, está sacando tiempo para estar con su pequeño hijo recién nacido. Se hace excusar de múltiples eventos propios de sus funciones y de las muy importantes cumbres internacionales. Conociendo la importancia de su cargo en el gobierno y su imagen en los medios, es una actitud portadora de mucho significado para el nuevo siglo que deja indicar que toma su paternidad con seriedad y mucho compromiso. De hecho ya los medios, las mujeres, las feministas y algunos hombres están hablando, a partir del modelo Tony, de la posibilidad de reivindicar una verdadera licencia de paternidad. No como en Colombia: dos días o tres para festejar con los amigos una paternidad que durante mucho tiempo no hacía sino connotar una cultura de la virilidad. No. Me refiero a quince días y, por qué no, dos meses –en los países nórdicos son nueve meses que toma la madre o el padre– para iniciarse en la dura práctica de ser un padre moderno. Con esto me refiero a descubrir una nueva vida, desde la posibilidad de estar allí, desde la mirada amorosa sobre ese nuevo ser, desde la caricia durante el baño, desde la levantada nocturna para un tetero mientras su compañera descansa, desde lo que debería significar una ética del cuidado del otro, a la otra, que no puede seguir siendo un ejercicio cotidiano solo a cargo de las mujeres.

Todas las prácticas de la socialización son aprendidas e históricamente construidas; todo lo que hace una mujer que acaba de nacer a la maternidad –porque cuando nace un bebé, nace también una madre, no lo olvidemos– lo puede hacer o sea, aprender a hacer, un hombre. Así también podría nacer un padre. Tony Blair está en esto y aunque sea su cuarto hijo, parece que es la primera vez que está tomando el tiempo necesario a la contemplación, al asombro frente al significado de una nueva vida. Desde mi formación de psicóloga les puedo afirmar que esto, a mediano plazo, representará la génesis de nuevas subjetividades y a la larga un factor de profunda metamorfosis social. Un padre que sepa movilizar toda su femineidad con sus hijos o hijas sin renunciar a su función paterna ni a su masculinidad, será un padre anunciador de tiempos nuevos porque será generador de nuevos hombres, estos que serán capaces de desfetichizar o des-sacralizar la función materna a la vez que podrán acercarse a las mujeres sin los temores y las ambivalencias de antaño. Estos nuevos padres serán también generadores de hijas menos carentes en su narcisismo porque habrán tenido la oportunidad de encontrarse con un padre presente y deseante de ellas en una relación gratificante y heterosexual. Niñas que se sentirán por fin deseadas desde el inicio y por consiguiente menos insatisfechas, insaciables y posesivas en sus futuros amores. Tal vez entonces, las mujeres empezarán a enfermarse menos de amor.

El nuevo padre nos debe señalar también la necesidad de re-pensar los tiempos del trabajo, los tiempos de la administración del mundo desde una nueva mirada que permita, poco a poco, que incluyamos la diversidad y las diferencias en todas las prácticas de la vida. Esto significaría, ni más ni menos, erradicar los rituales masculinos del mundo del trabajo, del mundo de la política, rituales que alejaron dramáticamente a los hombres de los pequeños hechos fundamentales de la vida y a las mujeres de los asuntos del Estado. Esto significaría tener el valor y la generosidad creativa de pensar en otras vías o modelos de desarrollo que sean capaces de jugar con la diversidad genérica creando una cultura del ''estar juntos''. Estar juntos para administrar el mundo y estar juntos para construir vida. Por lo menos, iniciaría una severa fractura de la tajante división de los espacios públicos tradicionalmente masculinos y privados tradicionalmente femeninos. Y no me hagan decir lo que no estoy diciendo, ni escribiendo: con esto no me estoy refiriendo a un cálculo mezquino que obligaría a los hombres, les guste o no, a colaborarnos en la esfera de lo privado. No. Estoy refiriéndome a una nueva actitud frente a la vida, a algo que está por inaugurarse por parte de los hombres, una vivencia particular del otro, de la otra, –su hijo, su hija– una experiencia de su realidad corporal y una proximidad a esta cultura del cuidado que necesita todo nuevo ser y que significaría para los hombres una probable reconciliación con su lado femenino que ha sido tan profundamente mutilado por la cultura patriarcal; y para las mujeres una nueva actitud que les permita participar, cuando lo deseen, en la administración del mundo. Se trata de buscar nuevos equilibrios sociales y familiares que permitan a todos y a todas ser más humanos, estar más cerca de la vida que se constituye sabiendo que ninguna inversión puede igualar ésta. Y hablo de inversión por que ya me imagino los gritos en el cielo de los economistas del país frente a la posibilidad de una verdadera licencia de paternidad masculina. ¿Cuánto costaría al país? Tal vez lo que no han pensado los economistas es lo que podría representar a largo plazo una inversión en lo humano, una inversión en la construcción de nuevas subjetividades, una inversión en la vida...