ARTÍCULOS

 

De la articulación Estado-sociedad civil en Argentina ¿Hacia un nuevo contrato social?*

 

María Fernanda Ramírez Brouchoud*

** Politóloga de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Especialista en Planeación y Administración del Desarrollo Regional, Universidad de Los Andes. Docente Universidad EAFIT.

 


RESUMEN

El propósito de este trabajo es analizar algunas de las transformaciones ocurridas en las relaciones Estado-sociedad civil en las últimas décadas en Argentina, en el marco de una democracia consolidada1. Estas transformaciones hablan del cruce de un umbral, del paso de una matriz estadocéntrica a una matriz mercadocéntrica, pasaje que ha dejado atrás al Estado configurado a partir de la crisis del 30 y que se consolida en la posguerra: el denominado "Estado social" con sus distintas etapas y regímenes: nacional-popular, desarrollista y burocrá-tico-autoritario. Tal como plantea Daniel García Delgado2, este Estado delineó una peculiar relación con la sociedad en términos del modelo de acumulación (industrialismo sustitutivo), de legitimación (movimientista), de articulación de intereses (corporativo), de acción colectiva (movilización de masas) y cultural (igualitaria). Es decir que si en el período 30-70 la articulación Estado-sociedad se procesaba como fusión y con predominio del principio estatal, a partir de la crisis de los 70 comienza a configurarse como diferenciación Estado-mercar do-sociedad, con predominio del mercado, con una menor importancia de la representatividad de partidos políticos y gremios, y con el aumento vertiginoso de una multiplicidad de organizaciones no gubernamentales, voluntarias y de redes de acción asociadas a la sociedad civil o tercer sector.

En este trabajo, entonces, se explora e intenta dilucidar el proceso de cambio aquí esbozado. Asimismo se plantea, de manera hipotética, que las nuevas formas asociativas multisectoriales surgidas en gran parte como reacción a los desequilibrios sociales generados en el marco de la matriz mercadocéntrica, estarían mostrando el actual viraje hacia una matriz sociocéntrica, con la demanda implícita de un nuevo contrato social que redefina las relaciones Estado - sociedad civil con miras a una mayor equidad social.


ABSTRACT

My purpose in this paper is to throw some light on some changes and transformations ocurred in last decades in Argentina concerning relationship State-Civilian Society, beginnig in 1930 and consolidating just after the war. The so called "Social State" with is various stages and regimes: national-popular, developing and bureaucratic-authoritarian. As claimed by Daniel García Delgado, this type of state showed a very peculiar relationship with society in terms of various models of accumulating (substitutive industrialism) legitimating collective mass action and cultural (equalitarian). That is to say, if in the period 30-70, the relationship State-Society was processed as fusion and dominated by the State principle. Now, in the 70's there came out differentiation State-Market-Society, the Market becoming dominant force, decreasing the importance of political parties and increasing of ONG volunteers, and action networks associated to Civilian Society or third sector.

In this paper, therefore, I intend shedding some light on the processes just mentioned. Finally, I claim that all these changes are showing the necessity for a new social contract, redefining relationships State-Civilian Society to obtain more social equity.


 

Históricamente, los países latinoamericanos tendieron a privilegiar una matriz socio-política basada en la imbricación o fusión de ciertos elementos de la relación entre Estado y sociedad, con predominio del principio estatal. En ese sentido, es importante recordar que la especificidad del intervencionismo estatal en América Latina estuvo marcada explícitamente por la voluntad deliberada de estimular el desarrollo económico y social, por el deseo de implantar una sociedad moderna, y ello produjo consecuencias decisivas en la configuración del orden social. Esto se manifiesta claramente en el período 1930-1970, donde el Estado juega un papel protagónico como mecanismo articulador de las relaciones sociales e impulsa un modelo de desarrollo hacia adentro, basado en la sustitución de importaciones y en la ampliación de los mercados internos. Al tiempo, se dedica a invertir en obras de infraestructura, a ampliar los servicios públicos y a estimular cambios estructurales (reforma agraria, propiedad de recursos naturales), mientras promueve una serie de derechos sociales con el objetivo de integrar a sectores medios y populares.

Así es como el Estado se convierte en el referente central de la acción colectiva e, inclusive, en un factor decisivo en el propio proceso de construcción del orden social. El Estado constituye, entonces, el locus principal de la política, donde convergen todas las presiones, demandas y tomas de posición que dan sucesivos contenidos a la agenda pública.

El caso argentino no escapa a esta matriz estadocéntrica: desde los años cuarenta, tanto bajo regímenes democráticos como autoritarios, el Estado intervino directamente en la economía siguiendo el modelo del industrialismo sustitutivo y llevó adelante ambiciosas políticas sociales que, acompañadas de pleno empleo, la generalización de la condición asalariada y una distribución del ingreso crecientemente equitativa, produjeron una efectiva integración social.

Se puede afirmar que durante la época comprendida entre los años cuarenta y sesenta se llegó a instaurar en Argentina lo más parecido a un Estado de bienestar. Época donde se produjo una rápida urbanización, la consolidación de la clase obrera en las principales ciudades del litoral y de numerosos sectores medios, atravesados por un imaginario propio de las sociedades industriales. En este contexto se generaron expectativas de ascenso social, existiendo oportunidades ciertas de acceso a la educación y a importantes niveles de consumo, al menos en los grandes centros urbanos.

La cuestión social durante este período se centró fundamentalmente tn el procesamiento del conflicto entre trabajadores y empresarios en un contexto de modernización industrial. En el mismo sentido, se propició la incorporación de la clase obrera al sistema político y también se ocupó del problema del crecimiento de la marginalidad. Una marginalidad producto de una urbanización no planificada, la cual había provocado que un número considerable de la población careciera de acceso a los servicios básicos y a la vivienda, provocando la apropiación ilegal de terrenos y una situación social potencialmente conflictiva

Es importante señalar que, a pesar de los intentos de emular el modelo europeo de Estado de bienestar, se presentaron grandes diferencias con éste: en primer lugar, la cobertura social no fue extensiva y, en segundo lugar, se trazó una particular forma de articulación política ya que el conjunto de las relaciones sociales y económicas se vio atravesado por instituciones estatales, provocando una fusión de fronteras entre organismos sociales, económicos, partidos políticos y el propio Estado. De hecho, se fundó un pacto corporativo a partir de la relación establecida entre una burocracia estatal fuerte y organizaciones altamente controladas de trabajadores y empresarios. La cuestión de que toda la política pasara por el interior del Estado fue una condición de existencia del pacto corporativo, pero, a largo plazo, significó que todas las tensiones y conflictos se politizaran y se dirigieran hacia la cúspide estatal, desestabilizando el ejercicio de la autoridad política.

El sistema de compromisos en el cual estaba basada la relación del Estado con diferentes sectores sociales llevó a lo que varios analistas denominan "feudalización". Al tiempo que los órganos estatales se volvían cautivos de intereses sectoriales, el Estado perdía capacidad de planificación e incurría en un uso ineficiente de los recursos públicos, que se dispersaban en innumerables subsidios y atenciones a clientelas políticas, alentando así mecanismos y prácticas viciadas de corrupción. La crónica debilidad fiscal del Estado argentino es un producto directo de este modelo de articulación, el cual dificulta un adecuado uso de los escasos recursos, como el establecimiento de un esquema tributario basado en las ganancias de los grupos más poderosos.

En una situación caracterizada por las disputas permanentes entre distintos sectores por el control del aparato institucional, las prácticas políticas se degradaron, difuminándose así el propio sentido de la política como expresión del bien común, dada la presión múltiple de los diversos grupos en procura de intereses particulares. Además, la movilidad social ascendente tenia lugar en medio de una creciente polarización política y de ciclos cívico-militares que abortaron la consolidación y continuidad de este esbozo de Estado social o de "bienestar". Se podría afirmar que esto último significó su crisis, aunque es más pertinente señalar que se trató de la suma de problemas internos y externos emergentes a mediados de los 70: entre ellos, la disfuncionalidad del proteccionismo para el desarrollo de la productividad, el agotamiento del modelo mercado internista por la creciente inflación y la desindustrialización (ya iniciada por el gobierno militar), con el consiguiente aumento de la pugna distributiva entre empresarios y trabajadores. Mientras tanto, el gasto fiscal se disparaba y una burocracia ineficaz enquistada en el Estado impedía cualquier renovación y transparencia en el manejo de lo público. De ese modo, se puso en marcha una dinámica que socavaba a la vez el desarrollo y la democracia. Esto se agudizó en los ochenta, cuando las deficiencias internas alimentaron los efectos de la recesión mundial, lo cual condujo al colapso económico de la "década perdida" en América Latina.

Ante la amenaza de una catástrofe en el sistema financiero internacional por la crisis de la deuda (totalmente evidente cuando Argentina y México suspendieron el pago de los intereses), los acreedores impusieron una serie de medidas que suponían, para los propios países deudores, asumir los costos del saneamiento. Simultáneamente, se imponían planes de cambio estructural a fin de asegurar en el futuro la capacidad de pago.

Las estrategias propuestas en el marco de la reforma estructural surgen como producto del cambio de paradigma en el pensamiento económico de los países industrializados a partir de los años setenta. Estos países abandonan los planteamientos keynesianos por un retorno a ciertas concepciones liberales, las cuales quedan plasmadas en el denominado Consenso de Washington, gestado por ios funcionarios de organismos financieros internacionales y el gobierno de los Estados Unidos. Luego de la etapa de control inflacionario y estabilización macroeconómica, los ingredientes fundamentales de los programas de ajuste estructural pasan por la desregulación y la liberación de los mercados, la apertura externa y el saneamiento de las finanzas públicas, siendo la reducción del Estado el factor clave en toda esta propuesta. Según el diagnóstico de los expertos neoliberales, la crisis económica está en estrecha relación con el fracaso de un modelo de organización social sustentado en una matriz estadocéntrica, la cual había conducido a una intervención desmedida del Estado, a su sobredimensionamiento y al estímulo de una conducta clientelar, predatoria y corrupta de quienes controlan su aparato.

Tal como plantea Norbert Lechner (1992, p.83), "la crisis del Estado desencadena la crítica del Estado". De ahí que toda intervención estatal, desde la óptica neoliberal, comienza a ser vista como perniciosa. La consigna es, entonces, suprimir el intervencionismo estatal e imponer una economía de mercado tanto en el ámbito interno (liberación de precios y mercados) como externo (apertura comercial y financiera). Dicho en otros términos, frente a la crisis, la solución consiste en correr las fronteras, sustituyendo Estado por mercado, instaurando un nuevo esquema de división social del trabajo y desregulando la actividad económica.

Estas condiciones se dieron en Argentina en una versión extrema, en donde más que un debate, se montó una abrumadora campaña de "instalación" de las ideas de privatización, liberalización de la economía y desmantelamiento de un Estado que, de acuerdo con los enfoques imperantes, constituía la fuente de todos los males históricos del país.

Auspiciado por este clima ideológico, el gobierno argentino inició, a fines de los ochenta, el proceso de reforma del Estado; proceso que se distinguió por su rapidez y radicalidad y –sin lugar a dudas–materializó el pasaje de una matriz estadocéntrica a una matriz mercadocéntrica. La reforma se llevó a cabo en dos etapas, ambas bajo la presidencia de Carlos Menem, quien, paradójicamente, encabezaba un gobierno identificado con el Partido Justicialista, el defensor por excelencia de las concepciones estadocéntricas a lo largo de décadas.

La primera fase de la reforma, implementada a fines de los 80, se centró en la privatización de las empresas públicas, la desregulación y la apertura indiscriminada de la economía junto con la estabilización del tipo de cambio (a través del plan de convertibilidad), con la idea de reducir el Estado a su mínima expresión. Un Estado donde ya no habría ejecución directa de acciones, sino la promoción, planificación y supervisión de la ejecución de las políticas públicas. La segunda fase, iniciadla a mediados de 1996, se planteó como una profundización de la primera y se basó fundamentalmente en la reforma laboral, tributaria y judicial, en completar el proceso privatizador y extender el ajuste estructural a los gobiernos subnacionales.

Como resultados de los procesos reformistas, se constatan: la reducción de la inflación, la recuperación de la estabilidad, la credibilidad y la previsibilidad interna y externa, la inserción del crédito en el circuito de consumo y el aumento de la productividad, junto con la mejoría en la recaudación de impuestos. Sin embargo, tendió a predominar un enfoque "fiscalista" de aumento de ingresos y reducción de gastos, donde la maquinaria estatal no se cuestionaba a sí misma acerca de qué hacer y cómo hacerlo; la preocupación central pasaba por "achicar" el Estado lo más rápido posible. La idea era privatizar aquellas actividades susceptibles de ser subsumidas en un enfoque empresarial, de obtención de rentabilidad; descentralizar la gestión y ejecución de políticas sociales, transfiriendo la responsabilidad de servicios como salud, educación, vialidad, a gobiernos provinciales y municipales a fin de generar el "alivio" del Estado nacional en cuestiones relativas a la prestación de servicios públicos. Como marco y complemento del "adelgazamiento" del Estado, se llevó a cabo la desregulación de campos de actividad muy diversos, desde el comercio exterior a las relaciones laborales. Según Daniel Campione3 el criterio fiscalista que guió la reforma, fue acompañado de un criterio de generación de "oportunidades de negocios" para capitales locales e internacionales. El Estado abandonó gran parte de las funciones que había detentado bajo la matriz estadocéntrica, tales como provisión de infraestructura, otorgamiento de subsidios a la producción privada, instauración de un mercado "cautivo" en el sector público y protección frente a la competencia externa; acciones que habían favorecido históricamente la acumulación de los empresarios locales. Si bien este "retiro" estatal afectó, con variable intensidad, a sectores empresarios, el propio Estado generó, a través de las privatizaciones, la desregulación de diversos mercados y la "flexibilización" laboral, posibilidades de negocios y ganancias mayores que las resignadas por la reducción de su aparato. Gracias a ello los sectores empresariales, en términos generales, fueron beneficiados por las reformas, con una mayor ganancia relativa para los capitales más grandes y diversificados, acentuando así un proceso de concentración y centralización de capital que se venía dando desde años atrás. Muchos de estos grupos económicos pasaron de contratistas del Estado a beneficiarios de las privatizaciones.

Cabe anotar que, en general, las privatizaciones no tuvieron en cuenta la preservación de áreas estratégicas para el desarrollo nacional (como el petróleo y las comunicaciones). Esto causó, por un lado, la pérdida de áreas tecnológicas claves para la obtención de divisas (por ejemplo, Yacimientos Petrolíferos Fiscales –YPF–), y por el otro, la desestructuración de la producción nacional por la apertura indiscriminada de los mercados, lo cual redundó en desempleo y afectación de la pequeña y mediana empresa. Ciertas empresas públicas que constituían el patrimonio empresarial del Estado, en muchos casos fueron malvendidas pese a su rentabilidad y gestión relativamente eficiente (el ejemplo más contundente es la venta a Iberia de la empresa estatal Aerolíneas Argentinas). Además, los procesos de desregulación y privatización gozaron de escasa transparencia y los mecanismos de corrupción atribuidos al esquema benefactor-proteccionista del Estado, se reprodujeron en los mencionados procesos.

Es importante señalar que la reforma terminó de cerrar un proceso de reestructuración económica y de reconfiguración de las relaciones de poder que se venía dando desde tiempo atrás: por una parte, las élites económicas se homogeneizaron y redefinieron sus agrupamientos: del sector industrial pasaron al sector financiero y a los servicios (por ej. holdings de servicios públicos privatizados, bancos, multimedia, etc.) De hecho, lograron una posición de poder que les dio capacidad para presionar constantemente a las instancias gubernamentales y a las orientaciones generales de la política. Entretanto, los sectores populares se heterogeneizaron, completándose de esa manera la desestructuración de las redes sociales, gremiales y políticas y el quiebre de las mediaciones sociales, proceso que se venía gestando desde la época de la dictadura. La pérdida de legitimidad y de poder de negociación de los sindicatos hizo más fácil la desmovilización de la clase trabajadora organizada (la cual había operado, bajo la matriz estadocéntrica, como un factor de poder relevante). En términos generales, los sectores ligados al desarrollo de políticas populistas y desarrollistas quedaron virtualmente paralizados, sin propuestas alternativas que trascendieran la defensa agónica de un modelo de Estado evidentemente agotado, lo cual en muchos casos, fue seguido por una aceptación resignada de las reformas en curso.

No se puede desconocer que estas transformaciones se pudieron llevar adelante dada la peculiar coyuntura política, económica e ideológica que hizo coincidir a la tecnocracia gubernamental, al sector empresario y a los organismos internacionales en la implementación de un cambio estructural en el Estado, depositando en el propio mercado la tarea de incluir a los ciudadanos, sin preocuparles que esa inclusión se producía a costa de la exclusión de muchos grupos sociales o segmentos económicos, hasta quedar éstos por fuera, por "incompetentes" o "improductivos". Pero, ¿acaso es posible sustentar un orden social de esta manera? Una posible respuesta frente a este cuestionamiento la proporciona Norbert Lechner (1992, pp.87-88) cuando afirma, "...el mercado se inscribe en un orden social y no puede ser aislado de esa inserción (...) el mercado por sí solo no genera ni sustenta un orden social y, por el contrario, presupone una política de ordenamiento (...) En efecto, la racionalidad del mercado supone la igualdad de oportunidades para competir, pero el mercado mismo no genera dicha premisa." Por consiguiente, la propia dinámica del mercado exige correctivos externos, para evitar que la inequidad se petrifique y la exclusión se naturalice.

Por otra parte, es conveniente recordar que en el marco de este proceso reformista, el propio Estado se debilitó; por un lado, se hizo cargo del costo financiero de la reforma (deuda externa, saneamiento de empresas públicas para su privatización, etc.). Por otro lado, debió asumir el costo político de una tajante reducción y encarecimiento de los servicios públicos, situación que lo llevó a focalizar la asistencia a los más pobres (como paliativo). Mientras tanto, la desintegración y polarización social iban en aumento, sin contar el Estado con la capacidad política para manejar la situación a través de mecanismos democráticos. Por lo tanto, no se eliminó del todo la intervención, más bien se centró en la represión de reivindicaciones sociales y en la liberalización de los mercados a los sindicatos (leyes laborales). No es casual que la transformación económica exigida, no sólo en Argentina, sino en la mayoría de los casos latinoamericanos, tuviera lugar bajo regímenes presidencialistas con rasgos autoritarios. En general, se trató de procesos liderados por el poder ejecutivo, generalmente a través de "decretazos", sin posibilidad de discusión parlamentaria. Tal como plantea Sergio Zermeño (1992, pp. 94, 96) "Aquí se ubica sin duda el punto neurálgico del actual modelo societal latinoamericano, pues el ascenso de regímenes políticos vía la democracia electoral no conduce a una mayor participación de la sociedad en los asuntos públicos sino que, más bien, dichos regímenes se apresuran a inhibirla como único camino para llevar adelante la reforma neoliberal de la economía (...) con la certeza de que relanzar el crecimiento es el "fin" buscado a toda costa; algunos "medios" se justifican, y de manera inmediata se "legitima" el actuar preventivamente desalentando, o francamente desmantelando, la constitución de identidades sociopolíticas alternativas y de espacios públicos de interacción comunicativa que pueden volverse inmanejables o exigir del Estado compensaciones o subsidios que malogren la radicalidad y la agilidad que el reordenamiento requiere".

Pese a que la sociedad argentina no lograba articular respuestas alternativas frente a un modelo que cada día se mostraba más inequitativo, ya a fines de los noventa se percibía un descontento generalizado ante el alto costo social de la estabilidad económica. La pérdida de capacidad adquisitiva, la creciente desocupación, la caída del salario, la precarización laboral, la pauperización y la inseguridad, se hacían cada vez más visibles. A esto se sumó el malestar por la alta presión tributaria y tarifaria y una corrupción que, pese a las promesas y a las supuestas virtudes de la reforma, se continuaba reproduciendo bajo nuevas modalidades. Algo similar ocurrió con la crisis de la educación pública, la decadencia de las universidades y del sistema de salud pública.

El malestar social y el escepticismo generado en torno al proceso de reforma estatal y al modelo económico se extendieron al funcionamiento del sistema político en su conjunto. Aquí es importante recordar que el proceso de consolidación democrática en Argentina fue paralelo a un alejamiento de la gente de la política, al aumento de la apatía y la privatización de los ciudadanos, quienes optaron por refugiarse en núcleos mínimos como la familia, el pequeño grupo profesional, etc. De hecho se produjo un previsible recorte de expectativas respecto de una democracia que al consolidarse (al menos en lo formal), empezó a actuar como un dato de la realidad, como rutina; simultáneamente desde fines de los ochenta, comenzó a registrarse una menor participación en los partidos y sindicatos, un debilitamiento de la vida interna de las grandes organizaciones, así como una orientación en las nuevas generaciones, a participar en formas organizacionales no tradicionales. Los partidos y las organizaciones del trabajo y de masas fueron perdiendo su liderazgo en la sociedad, a lo cual se sumó una creciente desconfianza en el Ejecutivo, en el Congreso y en el Poder Judicial, frecuentemente asociados por la opinión pública a prácticas de corrupción y percibidos como parte intrínseca del proceso de exclusión.

Lo cierto es que la exclusión, el desmembramiento y la atomización de la sociedad civil, que han acompañado los procesos de ajuste estructural y de reforma estatal, refuerzan la sensación de que la esfera pública tiende a desvanecerse. Sin embargo, en los últimos años, están apareciendo formas organizativas que estimulan la autoorganización de la sociedad en tomo a intereses específicos, principalmente ligados al ámbito de la reproducción, creando una esfera pública no estatal y generando formas de inclusión alternativas. En ese sentido, emergen nuevas prácticas y formas de asociación que se relacionan de manera novedosa con el Estado; por ejemplo, en el ámbito de la gestión pública, a través de la cogestión, la coproducción o corresponsabilidad. Se sitúan fundamentalmente en el ámbito de lo local, en cuestiones relativas al desarrollo y la planeación y, en general, para sustentar sus intereses, actúan sin el soporte de la representación política tradicional. Se trata de redes de acción plurales, no partidarias ni ideológicas; es decir, se alejan del modelo partidario movimientista, típico de la matriz estadocéntrica y logran un efecto innovador en las formas de hacer política tradicionales, a la vez que implican una nueva articulación público-privado.

Quizás suene demasiado optimista, pero no es vano plantear que, de manera incipiente, en estas nuevas formas asociativas radicaría la potencialidad para pasar de una matriz mercadocéntrica –vigente durante el período neoliberal de las últimas décadas– a una matriz sociocéntrica, como respuesta a los desequilibrios sociales generados por el mercado. Sin embargo, sería ingenuo desconocer que, a pesar de mostrar un camino distinto para hacer política, para participar, para deliberar y para ejercer ciudadanía, no detentan aun un reconocimiento e institucionalidad que les otorgue capacidad de intervención en la agenda pública, es decir, en las orientaciones generales de la política.

El cambio de matriz puede hacerse realidad, en gran medida, si estos nuevos actores adquieren mayor presencia, amplían su acción, trascienden la estrechez de lo "micro" y lo local y consiguen articular una propuesta tendiente a la reorientación del modelo económico. Si bien las transformaciones hasta ahora producidas no tienen retorno, y los márgenes de acción son limitados por los constreñimientos internos y externos, es posible trabajar en el sostenimiento de algunos de los logros del modelo (estabilidad macroeconómica) pero reorientarlo en función de la integración social, propiciando un carácter más equitativo. Lo cual supone, de manera ineludible, un nuevo contrato social entre el Estado y la sociedad civil.

Siguiendo a Daniel García Delgado4, a lo largo de lo últimos quince años del proceso de transición y consolidación democrática, se sucedió en Argentina una serie de contratos, entendidos como consensos básicos conformados entre la sociedad y el Estado. En los ochenta, fue el de la estabilidad política democrática, constituido frente a la experiencia traumática de la dictadura y el temor a la vuelta del autoritarismo; en los noventa, el de la estabilidad económica, privilegió el equilibrio macroeconómico a través del ajuste estructural y la reforma del Estado, frente al fantasma de la hiperinflación y la incertidumbre financiera; y, desde fines de los 90 se viene planteando una preocupación por los desequilibrios sociales, la precarización y el deterioro de los niveles de vida. De manera embrionaria comienzan a generarse las condiciones para la constitución de un tercer pacto frente a la exclusión, que lleve a la construcción de un orden social inclusivo. Junto con la emergencia ya mencionada de nuevas formas de asociación, se perfila una toma de conciencia por parte de ciertos dirigentes políticos y empresariales que una sociedad fragmentada y desigual conspira, en el mediano plazo, con la estabilidad económica y con la propia gobernabilidad del sistema político. Por otra parte, los organismos internacionales han rotado de una perspectiva neoliberal ortodoxa hacia otra neoinstitucional, en donde se otorga vital importancia a la reforma de la justicia, el sistema de salud, la promoción del capital social, así como a la disminución de la corrupción como condición del buen funcionamiento de los mercados. La viabilidad en la gestión monetaria y financiera es necesaria para la eficiencia económica y para inducir el crecimiento, pero solo se sostiene con el desarrollo de las capacidades sociales. El aumento de la competitividad y la productividad necesariamente pasan por lo social, es decir, por la calificación laboral, la educación, la salud, el saneamiento básico, etc. Y para encarar estas tareas es imprescindible preguntarse constantemente por el papel del Estado, entidad, que como se sabe, en los países desarrollados, ha tendido a preservar tanto la autonomía respecto de ciertas demandas corporativas y sectoriales como su iniciativa en tanto inductor de procesos sociales. A ello debiera apuntar la reorientación del modelo, no a "más Estado" o "menos Estado", sino a otro Estado que trascienda el rol asistencialista y de "guardián del mercado" y lidere el proceso de integración social. Proceso que debería ser fruto de un trabajo colectivo tendiente a encontrar un nuevo equilibrio entre Estado, mercado y sociedad civil, en una situación dominada ya no por la cuestión de la estabilidad democrática o la estabilidad económica, sino por la cuestión social.


NOTAS:

* Ponencia presentada en el VII Simposio de la Revista Internacional de Filosofía Política "Los contextos de la democracia: perspectivas iberoamericanas", realizado entre el 20 y 22 de noviembre de 2000 en Cartagena de Indias.

1 Se entiende por consolidación la capacidad de mantenimiento del régimen democrático a través de acuerdos políticos e institucionales significativos del conjunto de los actores sociales relevantes.

2 Ver: García Delgado, Daniel, Estado Nación y globalización, Fortalezas y debilidades en el umbral del tercer milenio, Ariel, Buenos Aires, 1988.

3 Ver: Campione, Daniel. "El Estado en Argentina. A propósito de cambios y paradigmas", documento presentado en el I Congreso Interamericano del CLAD sobre la Reforma del Estado y de la Administración Pública, celebrado en Río de Janeiro, Brasil, del 7 al 9 de noviembre de 1996.

4 Ver: García Delgado, Daniel, Estado Nación y globalización, Fortalezas y debilidades en el umbral del tercer milenio, Ariel, Buenos Aires, 1988.


 

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